Habían llegado unas como torres o cerros pequeños flotando por el mar. En ellos venían gentes extrañas. Hombres con la piel clara y barbas largas.
Moctezuma, nuestro señor de Tenochtitlan, estaba preocupado por hechos extraños que había soñado y se afligió aún más con estas noticias. Consultó a los sabios. Según los códices, había presagios de que por este tiempo iba a regresar el venerado dios Quetzalcóatl. Al partir, muchísimos años antes, así lo había anunciado.
Nació en Moctezuma una duda. ¿Era ésta la tan esperada llegada de Quetzalcóatl? ¿Regresaban los dioses? Mandó embajadores a la costa para conocer a los recién llegados, para conversar con ellos y agasajarlos. Les envió maravillosos regalos: un disco de oro y otro de plata, con figuras del sol y la luna; joyas y piedras preciosas; muchas mantas y un traje ricamente bordado, por si fuera necesario engalanar al buen dios.
Los embajadores se acercaron en canoas hasta los barcos. Subieron, y allí conversaron
Hablaban distintos idiomas: nuestros embajadores, el náhuatl; los blancos, quienes, más tarde supimos, eran españoles, una lengua llamada castellano. Los acompañaban los intérpretes: Malintzin, una joven indígena que hablaba las lenguas maya y náhuatl, y Jerónimo de Aguilar, un náufrago español que conocía el maya. Los españoles quisieron impresionar a los embajadores, y dispararon los cañones y unas armas más pequeñas; las llevaba cada uno y se llamaban arcabuces. El estruendo de los disparos causó pánico entre los embajadores.
Nosotros no conocíamos las armas de fuego. Luchábamos con flechas, con lanzas y con los macáhuitl, una especie de garrotes con pedazos de obsidiana incrustados. Esta piedra tan dura la tallábamos para hacer puntas de flecha y joyas muy hermosas.
Los españoles, por su parte, recibieron con gran contento los regalos de oro. Trataron con amabilidad a los mensajeros, los cuales regresaron presurosos a Tenochtitlan para informar a Moctezuma. Le mostraron las pinturas que habían hecho de los españoles, y le dieron noticia de cuanto habían visto.
Moctezuma se intranquilizó más. Era difícil saber quiénes eran los extranjeros. Quizá fueran los dioses benignos. Pero también podían ser sólo enemigos. ¿Cómo saberlo? Moctezuma envió toda clase de magos y brujos a la costa para impedir que los de piel clara y barbas largas se acercaran a México-Tenochtitlan.
Los españoles, sin embargo, desembarcaron y emprendieron una lenta marcha hacia nuestra ciudad.
En el camino se aliaron con algunos pueblos y pelearon contra otros. Los tlaxcaltecas, con quienes los mexicas manteníamos de tiempo atrás una guerra permanente, enviaron antes a un grupo otomí para probar la fuerza de los que llegaban.
Al ver que los otomíes fueron fácilmente vencidos, los tlaxcaltecas prefirieron hacer la paz con los españoles. Los recibieron como amigos. El viejo señor Xicoténcatl acordó la alianza con los recién llegados. Les contó que, camino a Tenochtitlan, en un pueblo cercano, vivían los cholultecas, peligrosos enemigos.
La noticia de la matanza se difundió por todas las regiones, creando temor y tristeza en los poblados.
Unidos, tlaxcaltecas y españoles emprendieron la marcha. Llegaron a Cholula, ciudad amiga de los mexicas, donde existían muchos templos. El principal de todos era una gran pirámide, tan alta que parecía un monte. Allí estaba el santuario del dios Quetzalcóatl.
Nadie salió a recibirlos. Los de Cholula se reunieron en el atrio. Cuando todos estaban congregados, los españoles cerraron las entradas.
En el gran patio, frente al templo, españoles y tlaxcaltecas juntos, atacaron a los cholultecas. Cerradas las salidas, nadie podía escapar.
Fue una matanza brutal. Algunos creen que los españoles, al no haber sido recibidos, temieron caer en una emboscada. Los mexicas decían que este sorpresivo ataque fue promovido por los tlaxcaltecas.
Nadie se interpuso a los españoles en el resto del camino. Siguieron su viaje y, a poco menos de siete meses de su desembarco, ellos y sus aliados pasaron por las faldas del Popocatépetl rumbo al valle donde se encontraba Tenochtitlan. Después supimos que, al acercarse a la ciudad, se maravillaron; lo que estaban viendo les parecía como un sueño.
Entraron por la calzada de Iztapalapa. El pueblo los miró pasar montados en animales que no habíamos visto nunca, como venados sin cuernos: los caballos. Portaban armas extrañas y terribles —ésas que habían descrito y dibujado los embajadores—, y muchos de ellos vestían armaduras, trajes de hierro. Sus perros eran enormes y peludos, distintos de los nuestros. Con temor los vimos pasar. Eran gentes de otras tierras.
No sabíamos de dónde venían ni cuáles eran sus dioses, o si ellos mismos eran dioses. No sabíamos qué querían de nosotros y de nuestra ciudad.
Moctezuma salió a su encuentro, acompañado por todos los grandes señores. Por medio de los intérpretes Malintzin y Jerónimo de Aguilar se dirigió a Hernán Cortés, el jefe de los españoles:
Pocas ciudades en el mundo eran tan hermosas como la nuestra: con sus templos y palacios pintados de vivos colores en el centro de un lago; con sus calles y sus canales y sus casas bien construidas.
En las canoas había músicos. Agasajamos a los recién llegados con regalos y guirnaldas de flores. Y los alojamos en el palacio del antiguo rey Axayácatl.
Los españoles admiraron la ciudad y contemplaron los edificios del Templo Mayor, adornado con pinturas y estatuas de dioses. Al día siguiente, Moctezuma los recibió en su palacio: ahí les enseñó los jardines y su parque de animales. Y los llevó también a Tlatelolco a visitar el templo situado en lo alto de la gran pirámide. Quedaron asombrados ante el mercado: el rumor de la gente comprando y vendiendo joyas, hierbas, trajes bordados, comida, plumas de pájaros de tierra caliente. Había toda clase de adornos y todo lo necesario para la vida de la ciudad...
Mirábamos con sorpresa a los españoles y lo que éstos habían traído: los caballos, los grandes perros, las armaduras y los cañones. Y nos extrañó su forma de comportarse: parecían gente resuelta.
Los españoles, recorriendo el palacio en que vivían, encontraron el tesoro de Axayácatl. Había allí muchas joyas maravillosamente trabajadas en oro, plata y piedras preciosas; y también plumas de los pájaros más espléndidos, como el quetzal y la guacamaya.
Los españoles fundieron las joyas para repartírselas como botín. Todavía no podíamos creer que fueran nuestros enemigos. Todos desconfiábamos, pero no sabíamos qué actitud tomar.
Un día Cortés salió con parte de sus tropas. Moctezuma mismo le contó que habían llegado más españoles a la costa; éstos querían echar a Cortés para buscar ellos los tesoros de nuestras tierras y mandar sobre nosotros. Entonces, Cortés se fue a combatirlos. Parte de su gente se quedó en Tenochtitlan. Los mandaba Pedro de Alvarado.
Se acercaba un día de fiesta en el templo, y Pedro de Alvarado dijo que quería verla. La celebración se preparó durante muchos días. Las mujeres hicieron la imagen del dios con ramas y pasta de semillas de huauhtli, es decir, de bledos. Después la adornaron con plumas. Le pusieron escudo, manto y orejeras. Todos fuimos a la fiesta. Y comenzó la danza, que imitaba las ondulaciones de la serpiente.
Así empezó la matanza del Templo Mayor. Ahora nos perseguían a todos, herían y mataban a cuantos podían. No era una batalla. Nosotros no teníamos armas, sólo estábamos danzando en honor de nuestros dioses. Se trataba, pues, de una matanza a traición. Algunos pudimos escapar y dar la voz de alarma. Entonces, los españoles se refugiaron en el palacio. Ya no había ninguna duda: los extranjeros no eran dioses. Ahora sabíamos que eran bárbaros. Rodeamos el palacio, y los atacábamos cada vez que intentaban salir. Aún tenían prisionero a Moctezuma.
Cortés volvió a la ciudad y atravesó las calles para reunirse con sus amigos. Lo dejamos pasar. Nos pusimos de acuerdo en no hacernos ver. Después de varios días de pelea, una mañana encontramos el cuerpo sin vida de Moctezuma...
Los atacamos en las calles y desde las canoas. Varios de ellos, al morir, perdieron en los canales el tesoro que llevaban. Dicen que Cortés lloró, y los españoles llamaron a esa noche, "la noche triste".
Los perseguimos fuera de Tenochtitlan. Les dimos batalla, los seguimos varios días, vimos cómo se alejaban.
Los festejos no fueron largos, porque sufrimos una nueva calamidad: los nuestros comenzaron a enfermarse. Se llenaban de granos. Tenían mucha fiebre y se morían. Así murió nuestro nuevo señor, Cuitláhuac, al que habíamos elegido después de la muerte de Moctezuma. Era una enfermedad que no conocíamos en nuestra tierra. Se contagiaba de uno a otro y moría mucha gente. Después supimos que la llamaban viruela. Uno de los extranjeros, enfermo, nos dejó ese mal.
Los españoles retrocedieron hasta Tlaxcala y allí se repusieron. Descansaron. Comieron. Recibieron refuerzos. Hicieron construir barcos —bergantines los llamaban— para poder combatir en el lago.
Y antes de regresar a Tenochtitlan trataron de aliarse con los pueblos de la región. Con algunos lo consiguieron, con otros no.
Pelearon cada vez con un pueblo diferente, hasta que fueron señores de todo el borde del lago. Entonces volvieron a nuestra ciudad. Después de las viruelas, volvieron los españoles. Hacía casi un año que se habían retirado.
Cortés había reforzado sus tropas con cerca de ochenta mil aliados indígenas y con centenares de españoles recién llegados de Veracruz.
Sus aliados trajeron los barcos desarmados —las tablazones y los herrajes— a través de las montañas, y los armaron en el lago para combatir a nuestras canoas. Mientras tanto, la mayoría de las tropas se dirigía a Tenochtitlan. Cruzaron el lago por las tres calzadas principales: Tacuba, Tepeyac e Iztapalapa. Una columna la dirigía Pedro de Alvarado; las otras, los capitanes Olid y Sandoval.
Para rechazar a los invasores, toda la juventud mexica se incorporó a la lucha. Fabricamos arcos, flechas, hondas, lanzas, dardos, escudos, macanas y camisas acolchadas. También preparamos barcas armadas para atacar desde ellas a los bergantines.
Antes de empezar el ataque, Cortés quiso hablar con el señor nuestro, Cuauhtémoc. La entrevista fue al sur de la ciudad.
Cortés dijo que venía a hacer la guerra a Tenochtitlan. Hizo además graves acusaciones y amenazas contra los mexicas, para lograr que se rindieran. Cuauhtémoc se mantuvo firme y dejó ver que él y su gente estaban preparados para la lucha.
Y peleamos día tras día, en las calzadas, en las calles, desde los techos de nuestras casas. Cada casa era motivo de una pelea rabiosa.
Desde que había muerto Cuitláhuac, nos dirigía Cuauhtémoc, un guerrero joven y valiente. Él nos animó cuando nos acorralaron el hambre y la sed. Los alimentos no llegaban a nuestra ciudad sitiada, y era imposible beber las aguas saladas del lago.
Los bergantines no podían entrar en los canales angostos. El enemigo penetraba muchas veces por tierra. Rompimos los puentes para que los soldados no pudieran pasar. Pero entonces comenzaron a derribar las casas, y con los escombros rellenaron los canales. Así hicieron camino para que avanzaran sus caballos y sus tropas y para poder arrastrar sus cañones.
Desde el comienzo del sitio habían pasado setenta y cinco días. Barrio por barrio perdimos la ciudad. Estábamos agotados y nos refugiamos en Tlatelolco.
En los caminos yacen dardos rotos; los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y están las paredes manchadas de sesos. Rojas están las aguas, cual si las hubieran teñido.
Y si las bebíamos, era agua de salitre. Golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad, y nos quedaba por herencia una red de agujeros.
En los escudos estuvo nuestro resguardo; pero los escudos no detienen la desolación. Allí fue la última batalla, desesperada. Y la perdimos.
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